El rey era un hombre que había abandonado su reino y en sus caminatas
había encontrado un desierto, una ciudad y el mar. Largas sombras
poblaban el desierto: no era posible contemplar el sol a través
de las nubes de polvo que alcanzaban el simún. Debió cubrirse
la cara con su manto y sus ojos se acostumbraron lentamente, con la seguridad
de que alguna vez ha amado las arenas y su brillo dorado, a las quemadas
que le ensombrecían los párpados. Los camellos murieron,
hundidos hasta los ijares en el pausado llanto de la arena; el sol cambió
del amarillo impasible a un rojo que se acercaba al blanco; los cordones
de sus sandalias se rompieron en hilachas blancuzcas; su manto imperial
perdió sus colores y la gloria sus brocados. La ciudad surgió
entonces con todos los colores de las mercancías dispuestas en desoreden
sobre los adoquines de la plaza; las tiendas se alzaban sobre los pregones,
sobre los olores regocijados y ridículos que siempre habitan en
los mercados. El inevitable rigido de la masa alzó sobre él
y lo ahogó y lo empujó. Más álla de los techos
de pesadas lonas, el palacio tenía el color de la piedra muerta.
Entre una furia de codazos, de exigencias que iban más allá
de su poder, de gritos y miradas, decidió que debía destruir
la ciudad, que aún la muerte era preferible a la ridiculez y la
ignomia, y más aún, a la manera nueva que se contemplaba
a sí mismo. Y el rey congregó con su palabra a hombres reducidos
a la muerte más sucia , a ladrones y a prostitutas, a rufianes que
recogían el pan entre la basura y los convenció de que había
algo más grande aún que el mismo y que su estatura; les dijo
que en el espectáculo cambiante de una ciudad redicida a las cenizas
existía un reducto a la gloria; les describió el drama heróico
del asalto al palacio, de la caída de lso muros y de las llamas
que se elevan al cielo, gigantescas y rugientes. El rey contempló
desde la altura los destrozos y la muerte. Después de las
traiciones, del fuego, cuatro hombres salieron de las ruinas humeantes
para matar al rey, pero él los mató, y huyó hacia
el mar y dejó atrás la columna de humo que echaba raíces
negras en el cielo.estaba casi desnudo cuando sus pies sintieron la aena
húmeda y la brisa cargada de sal le echó el pelo hacia trás.
la brisa creció y le acabó de quitar la ropa rota y chamuscada.
Sobre su cuerpo no existía la cicatriz más pequeña;
la brisa le fue quitando el polvo de los hombros y de la barba despeinada.
Metió un pie en el mar pardo y siguió caminando.